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La crisis desaprovechada

Por: Daniel Rivera, socio director de Modum (Estrategia+Comunicación)

La definición que más me gusta – y como buena definición, la mejor imagen con la que se puede explicar- de lo que es una crisis, es la de “ruptura”. Una ruptura que desencadena una serie de eventos subsiguientes inscritos en un sistema, llámese una sociedad, una corporación o un gobierno.

 

Cuando se produce una crisis hay dos reacciones casi intuitivas y que dependen mucho de la perspectiva y experiencia para la administración de este tipo de situaciones. La primera y más frecuente -y por ende la más estéril- es la de preguntarse hasta el cansancio ¿cómo salimos bien de esta situación?; Y la segunda, más útil y por ende la más difícil es, ¿cómo aprovechamos esta crisis para, por ejemplo, mejorar algunos procesos o acuerdos que, de no haberse presentado el escenario, nunca hubiésemos podido modificar o simplemente erradicar?

 

Pues bien, hace seis meses que empezó la emergencia por la llegada de la covid-19 a nuestro país, escribí en otro texto, que uno de los factores que más me preocupaba -más allá del grave deterioro social, económico y sanitario que evidentemente se ha registrado- era el factor confianza en las instituciones. Por supuesto que no es un fenómeno que haya aparecido por cuenta de la pandemia, pero sí se profundizó y parece haber adquirido una dinámica casi que irreversible.

 

“En Colombia ya no confiamos ni en el waze”, me dijo en tono de broma un taxista hace unos meses, y no encuentro una mejor frase para denotar la gravedad de la situación. El Índice de Estado de Derecho del 2020, un reporte anual basado en encuestas a más de 130,000 hogares y 4,000 especialistas alrededor del mundo, y que mide el desempeño de Estado de Derecho en 128 países, ubica a Colombia en el puesto 77 en el mundo y de 19 entre los 30 países de América Latina. Temas asociados a la corrupción, la falta de garantías para las minorías, seguridad y otros que palpamos en nuestra cotidianidad, determinan estos malos resultados.

 

Entramos a la crisis de la Covid con unas cifras preocupantes en ese frente, y hoy esas cifras son realmente alarmantes. ¿Por qué los colombianos no creen en sus instituciones, entiéndase, los empresarios, los gobiernos, las altas cortes, los medios de comunicación, las fuerzas armadas o la iglesia?

 

Basta con revisar las dos o tres grandes mediciones de firmas encuestadoras para reafirmar que el asunto es crítico. Llama la atención la encuesta realizada por el Centro Nacional de Consultoría, que, entre otros datos, revela que solo el 34% de los colombianos creen que es posible contar con los empresarios en momentos de crisis, dato que en franjas jóvenes llega al 25%. Solo eso merecería una amplia reflexión nacional.

 

Claro que no hay una única respuesta, pero me aventuro a exponer varios elementos que, a mi juicio, influyen a configurar tan complejo panorama. Panorama que no ayuda en absoluto en esta fase de “recuperación” tanto económica y social en la que se supone que debe haber una confluencia de voluntades para un nuevo pacto en la sociedad que nos permita, precisamente, “aprovechar la crisis”, es decir revisar que está funcionando mal en la sociedad, depurar, reorientar y marcar un camino, cosa que hoy no ha ocurrido. No habrá, entonces una recuperación eficiente, si al menos no se discuten cuáles son los esfuerzos que se deben hacer para reversar la tendencia marcada a desconfiar de nuestras instituciones.

 

Siempre hay un asunto crucial: reconocer el problema y los errores que derivaron en él cometidos por parte de los involucrados y de quienes tienen algún nivel de injerencia y toma de decisiones en los círculos y sectores de los que hemos hablado. Eso que suena obvio y hasta fácil, normalmente no sucede y la tendencia es a minimizar el hecho o adjudicar culpas a un “Estado Profundo” que quiere desestabilizar las democracias. Ese reconocimiento pasa por supuesto por un diálogo y una comunicación franca en doble vía con la ciudadanía, que permita concertar frustraciones y rabias propias de nuestras sociedades. Para el caso del empresariado, el reto es doble y debe tratar de responder: ¿por qué a pesar de los inconmensurables e innegables aportes que hacen en términos de desarrollo social y económico, estos no son reconocidos por parte de sus grupos de interés, en territorios en donde el privado lleva casi el 100% de la carga del desarrollo de entorno? ¿en qué momento se dio tan grave fractura?

 

Otro aspecto tiene que ver con la complejidad que supone la irrupción de la redes sociales y otros fenómenos como la propagación de noticias falsas, hechos alternativos o clásicas estrategias de character assassination, que facilitan el empeoramiento de un contexto que resulta funcional para la degradación sistemática del debate público y, por supuesto, de cómo se forma lo que tradicionalmente se conoce como opinión pública. Sin una comunicación ética, confiable y de calidad de actores claves de la sociedad, que intente ordenar un debate público absolutamente caótico como el actual que es aprovechado por, esos sí, agentes articulados que tienen un muy buen caldo de cultivo para profundizar el caos y aumentar la sensación de descontrol, se hace muy complejo un camino de solución.

 

Lo otro es proteger el ya bastante débil Estado de Derecho que aún nos rige, esto que suena obvio, no sobra repetirlo, sobre todo ante la creciente tendencia de lo contrario, es decir, a atacarlo y minar la poca confianza de la goza. Por último, resulta fundamental promover la participación en los debates que nos tocan la cotidianidad. Una cosa son los “políticos” y otra es “la política”, y el repelús que les genera a ciertos sectores meterse de manera decida en “lo político”, de dialogar, de opinar sobre ciertos temas, de valorar y respetar la opinión o posición contraria, es inentendible en una sociedad que pide a gritos que la escuchen para que entre todos podamos aprovechar una crisis, que como la derivada de la pandemia, hasta el momento ha sido absolutamente desaprovechada como sociedad.

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